domingo, 18 de octubre de 2015

Dormir bajo la nieve

He vuelto a aferrarme al humo y al fuego abrasándome los dedos. Al acordeón que hace tiempo, hace todo ese tiempo pasado que no fue mejor, me hacía sentirme comprendida. Lo siento reverberar dentro de mí como si fuera eco porque tal vez sea eco. Hace apenas unos días el mundo era todo jazz y luces crepusculares y una noche hermosa que no me aterraba; ahora los cuervos han llegado a mi ventana y no quieren irse pero yo quiero marcharme con ellos.
Me abrasa todo el calor en un cuerpo que ha vuelto a ser frío. El aire y la lluvia entran en mi cuarto e inundan el suelo de esta que no es mi casa. Cada vez cantan más dulces pájaros y cada día me cuesta más escucharlos, y siento que si me aferro a ellos con demasiada desesperación sus tiernos huesos se quebrarán entre mis manos. No quiero respirarles encima el humo del que llevan tanto tiempo huyendo.
El viento que entra y sale de mi cuerpo lanza sonidos mudos de acordeón a la ciudad. Hace unos días todo eran saxofones y noches de luces y tardes de bailar entre las hojas caídas. Sigo sin saber cuándo han llegado los cuervos. En sus graznidos hay ira, hambre y lascivia sucia.
Dejo colgar los pies al lado abismal del alféizar. Mis dientes no saben dibujar en el humo. Me pego la parte ardiente del metal a la palma de la mano. El vino me sabe a sangre envenenada. Los tragos son fríos de hielo que no se derrite y tal vez no tarde en comenzar a vomitar jalea negra.
Los pájaros me cantan que grite al cielo y busque ayuda. Y lo siento. Lo siento. Lo siento. Pero si algún dios me envía caricias solares yo solo puedo entonarle un aleluya ronco y frío.

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