domingo, 22 de marzo de 2015

Amapola

Poppies in Flanders Fields, Michael Creese

Fue la primera flor que me enseñaron en el colegio. La construí de negro y rojo, con papel de seda. La llamé amapola y le canté poemas tantas veces que poco faltaría para encontrar pétalos encarnados en mis labios, terciopelo sobre mi lengua, como Lester Burnham. Tanto trabajo de dedos de niña, cuidadosos, armando aquella pobre imitación de belleza. Entonces aún estaba aprendiendo a crear cosas bonitas, y no podía evitar estropearlas con la suciedad de mis uñas tras jugar en el patio. Aún así, hiciera lo que hiciera, mi flor sería hermosa. Acariciaba la cartulina azul cielo como si estuviese claro, desde aquel mismo instante, que yo sería artista. Mi madre haría un marco para colgarla donde pudiésemos verla todos los días, en la pared del hogar.
Crecieron mis huesos desde entonces. Pero, sin advertirlo, quedaría en mí impresa la maldición de la amapola. Mi subconsciente recordaría que, por muy sucias que estuviesen mis manos, aquello que yo tocase seguiría siendo bello si pasaba suficientes horas deseándolo así. Nadie me dijo que, aún con poemas de pétalos rojos en los labios, el otoño derriba y el invierno hiela, y el tiempo pudre. 
La primera vez que pude acariciar una amapola real, estaba sola. Pasé horas observándola en el campo rojo, cuidándola con la mayor delicadeza. Ni siquiera así fue suficiente. Se me deshacía en los dedos como una flor helada con nitrógeno líquido, destrozada en el interior de mi puño. Sus fragmentos alzaron el vuelo desde mi palma abierta, perdiéndose lejos de donde pueda volver a encontrarlos jamás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario