martes, 10 de junio de 2014

Galaxo uno

     Una tarde de junio de esas que parecen el final pero que no (nunca) lo son. Las persianas sedientas estiraban los labios para tocar el alféizar ciego, brillante. Cargadas del polvo del invierno que nadie se había molestado en limpiar, seguían gimiendo cada vez que la chica egoísta, la de ahí, del escritorio, quería ver el sol.
     Hay veces que hay que separar dos cosas que desean estar juntas para que se haga la luz. Entonces ni ella ni las persianas lo sabían. Aún no había abierto los pulmones al verano.
     Encontró el primer galaxo cuando el sol se asomó desde detrás de la montaña para arañarle la mejilla, herido en su orgullo. Llevaba mucho tiempo ignorándolo. Demasiado para un alma vanidosa. Se levantó y la luz naranja le devoró la silueta. Empezó por los contornos. Cuando llegó la noche no quedaba nada de ella. No estaba allí. ¿Dónde había ido, con el galaxo atrapado en las manos?

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