Este año me he arriesgado a dejar la jaula abierta sin crujidos y un colibrí ha decidido quedarse durante las semanas de invierno. No sé si tendrá compañía. Está solo, y sus alas baten haciendo cosquillas sobre mi carne irritada, sobre mis huesos en reconstrucción. Duele un poco. Lo suficiente. Lo soportable.
Una bandada de cisnes estuvo de paso el otro día al alba; dejaron sus plumas y se fueron. El colibrí permaneció junto a mi corazón, entre mis pulmones, asustado y curioso, escondiéndose tanto que a veces olvidaba su diminuta presencia. Luego, cuando partieron en desbandada, emergió de su refugio para seguir revoloteando a sus anchas. No se va, aunque la jaula esté abierta.
Me he calzado zapatos viejos para caminos nuevos. He metido en una caja los diamantes mal pulidos y el saco de especias aún a medio llenar. He rescatado papel de carta de un cajón y he recibido una postal de una vieja amiga. La chica de las fieras me ha contado que hay esperanza, pero aún no sé qué debo hacer.
Amanece. Al final de mi calle se alza el monte de siempre, aunque hoy la luz es distinta y no hay nubes flotando plácidas en torno a su cumbre, como los buitres que hace tiempo me han dejado. Los rayos de sol no parecen querer traspasar los cuerpos, nítidos entre las cortinas, descubriendo miles de motas de polvo en pleno vuelo. Parece que estoy a salvo. Que el colibrí duerme. Que esta vez ningún cuervo va a interrumpir la alborada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario