Si al nacer hubiera sabido que las marcas engendradas en el vientre materno son marcas de por vida. Si hubiera sabido que construir sobre las ruinas es aullar a la luna arqueológica para que desvele por las noches la tinta invisible. Si hubiera sabido cuántos por qués hay enterrados en los templos.
Colisión de galaxos
miércoles, 28 de diciembre de 2016
Mal de luna
Si al nacer, cubierta del barro de otra vida, de las escamas de otro tiempo casi arrancadas del lomo, hubiera sabido que la ciudad me persigue. Que llevo alrededor del cuello las cadenas de bruma que me ahogan una vez al año, cuando cae toda la arena. Quiero saber qué fotografías, a quién escribes, cuántos días de diciembre has pensado en mí. Quiero ver cómo tu boca compone negaciones francesas con las comisuras retorcidas, quiero ver cómo traspasas mis pechos y mi piel y mi carne y mis costillas con esos ojos que carbonizan cachorros y cómo te deleitas ante la contemplación de lo enfermo.
domingo, 18 de octubre de 2015
Dormir bajo la nieve
He vuelto a aferrarme al humo y al fuego abrasándome los dedos. Al acordeón que hace tiempo, hace todo ese tiempo pasado que no fue mejor, me hacía sentirme comprendida. Lo siento reverberar dentro de mí como si fuera eco porque tal vez sea eco. Hace apenas unos días el mundo era todo jazz y luces crepusculares y una noche hermosa que no me aterraba; ahora los cuervos han llegado a mi ventana y no quieren irse pero yo quiero marcharme con ellos.
Me abrasa todo el calor en un cuerpo que ha vuelto a ser frío. El aire y la lluvia entran en mi cuarto e inundan el suelo de esta que no es mi casa. Cada vez cantan más dulces pájaros y cada día me cuesta más escucharlos, y siento que si me aferro a ellos con demasiada desesperación sus tiernos huesos se quebrarán entre mis manos. No quiero respirarles encima el humo del que llevan tanto tiempo huyendo.
El viento que entra y sale de mi cuerpo lanza sonidos mudos de acordeón a la ciudad. Hace unos días todo eran saxofones y noches de luces y tardes de bailar entre las hojas caídas. Sigo sin saber cuándo han llegado los cuervos. En sus graznidos hay ira, hambre y lascivia sucia.
Dejo colgar los pies al lado abismal del alféizar. Mis dientes no saben dibujar en el humo. Me pego la parte ardiente del metal a la palma de la mano. El vino me sabe a sangre envenenada. Los tragos son fríos de hielo que no se derrite y tal vez no tarde en comenzar a vomitar jalea negra.
Los pájaros me cantan que grite al cielo y busque ayuda. Y lo siento. Lo siento. Lo siento. Pero si algún dios me envía caricias solares yo solo puedo entonarle un aleluya ronco y frío.
Me abrasa todo el calor en un cuerpo que ha vuelto a ser frío. El aire y la lluvia entran en mi cuarto e inundan el suelo de esta que no es mi casa. Cada vez cantan más dulces pájaros y cada día me cuesta más escucharlos, y siento que si me aferro a ellos con demasiada desesperación sus tiernos huesos se quebrarán entre mis manos. No quiero respirarles encima el humo del que llevan tanto tiempo huyendo.
El viento que entra y sale de mi cuerpo lanza sonidos mudos de acordeón a la ciudad. Hace unos días todo eran saxofones y noches de luces y tardes de bailar entre las hojas caídas. Sigo sin saber cuándo han llegado los cuervos. En sus graznidos hay ira, hambre y lascivia sucia.
Dejo colgar los pies al lado abismal del alféizar. Mis dientes no saben dibujar en el humo. Me pego la parte ardiente del metal a la palma de la mano. El vino me sabe a sangre envenenada. Los tragos son fríos de hielo que no se derrite y tal vez no tarde en comenzar a vomitar jalea negra.
Los pájaros me cantan que grite al cielo y busque ayuda. Y lo siento. Lo siento. Lo siento. Pero si algún dios me envía caricias solares yo solo puedo entonarle un aleluya ronco y frío.
viernes, 15 de mayo de 2015
Arañas II
Me sobresalta cada maullido
de gato tuerto,
cada dulce caricia en la mejilla
de alguien demasiado bueno
para merecer la confianza
de párpados de albatros.
En la oscuridad de los mayos de nubarrones
voy buscando el rastro de tu cabello,
de tus palabras como polillas
y poesías del olor de las luciérnagas.
Me tiendo, ebria sin remedio,
a deshojar los chillidos de nostalgia
y pensar que ya ha pasado el tiempo,
que lo fácil es olvidar cómo amar,
pero no aquel al que perdemos.
Que he llegado tarde,
que siempre llego tarde,
que ya ni siquiera puedo sollozar
por un vacío que se presenta ausente.
Que no consigo olvidar las auroras,
que las arañas invaden mi cuarto
y mis mejillas de hojalata,
que el colibrí sigue enfermo
en su nido óseo.
Me sobresalta cuando a veces
busco pincharme bajo el mentón
tanteando un nudo que ya he deshecho,
y no encuentro la fuente de una tristeza
que hasta recuerda a los días de calor.
lunes, 6 de abril de 2015
Se dio cuenta entonces de lo mucho que dependía de sus ángeles. Había visto la espalda de la luz; se había dado cuenta de que las mismas manos que en su día la habían recogido del suelo ahora plantaban semillas en otras tierras. De que era natural y de que era justo, y de que, de un modo egoísta y agrio, la abrasaba en lo más hondo. Sostuvo la pluma perdida en sus manos como si fuera a desintegrarse.
Era obvio, claro. Lo que los ángeles llevan a la espalda son alas, no raíces.
—Fragmento
[imagen extraída de tumblr]
domingo, 22 de marzo de 2015
Amapola
Poppies in Flanders Fields, Michael Creese
Fue la primera flor que me enseñaron en el colegio. La construí de negro y rojo, con papel de seda. La llamé amapola y le canté poemas tantas veces que poco faltaría para encontrar pétalos encarnados en mis labios, terciopelo sobre mi lengua, como Lester Burnham. Tanto trabajo de dedos de niña, cuidadosos, armando aquella pobre imitación de belleza. Entonces aún estaba aprendiendo a crear cosas bonitas, y no podía evitar estropearlas con la suciedad de mis uñas tras jugar en el patio. Aún así, hiciera lo que hiciera, mi flor sería hermosa. Acariciaba la cartulina azul cielo como si estuviese claro, desde aquel mismo instante, que yo sería artista. Mi madre haría un marco para colgarla donde pudiésemos verla todos los días, en la pared del hogar.
Crecieron mis huesos desde entonces. Pero, sin advertirlo, quedaría en mí impresa la maldición de la amapola. Mi subconsciente recordaría que, por muy sucias que estuviesen mis manos, aquello que yo tocase seguiría siendo bello si pasaba suficientes horas deseándolo así. Nadie me dijo que, aún con poemas de pétalos rojos en los labios, el otoño derriba y el invierno hiela, y el tiempo pudre.
La primera vez que pude acariciar una amapola real, estaba sola. Pasé horas observándola en el campo rojo, cuidándola con la mayor delicadeza. Ni siquiera así fue suficiente. Se me deshacía en los dedos como una flor helada con nitrógeno líquido, destrozada en el interior de mi puño. Sus fragmentos alzaron el vuelo desde mi palma abierta, perdiéndose lejos de donde pueda volver a encontrarlos jamás.
lunes, 23 de febrero de 2015
Caricia al mármol
(Estatua decapitada)
En noches como esta me apetece incendiarte.
Lo sé. No soy nadie en este reflejo purpúreo de los viernes, en la borrosa negrura que se come las estrellas. No soy nadie a este lado del río, ni al otro. Tu lente ha dejado de perseguir mis pasos hace ya tiempo, pero la perspectiva de perder el puente —de haberlo perdido hace ya tanto tiempo— me encadena sin remedio allá donde puedo encontrar esos fantasmas de la Navidad pasada. Sin embargo y a pesar de que no perteneces a este mundo, a mi mundo encharcado, a menudo te dejas ver como una aparición angélica. Tu presencia fugaz y perezosa desata un caos y ondula la superficie de mi universo. La agita como ese terremoto del que todos hablan.
A veces se me ocurre que puede ser que tu odio alimente los recuerdos, que no lo hayas olvidado todo. Que por eso no me miras a los ojos.
Entonces, ante esculturas y dramas griegos, pienso que los tiempos tal vez no han cambiado tanto. Seguimos siendo los mismos que cuando lucíamos peplos y tallábamos delicados miembros. Seguimos siendo los mismos con un biombo entre nosotros.
El otro día alguien me dijo que estás dando pasos atrás. Tal vez dependa de los míos hacia delante que volvamos a encontrarnos.
(Aún así, y a pesar de todo, ya te estoy diciendo adiós.)
domingo, 1 de febrero de 2015
Burbujas
Podríamos quedarnos lejos de la orilla, fingir que sabríamos sobrevivir bajo el agua. Ya no nos queda mucho, agarrarnos de las manos, dos peces a contraluz frente contra frente. Si fuésemos algo en el mundo, esto sería. Esto.
Tú, siempre blanco, palidez quebradiza, y sin embargo puro mármol, diamante, impenetrable. Ojos cerrados, como si nada ni nadie ni yo te importásemos. Los dedos, sin embargo, son firmes al enredar los míos, único ancla de tu cuerpo que flota inmóvil, como si ya estuvieses muerto.
A mí podrían confundirme con un espejismo de arena en la que flotan millares de renacuajos. Algo indefinido que tiembla y agita la calma del líquido abismo, una mancha de color terroso y ojos abiertos como los de un tiburón nervioso. Las burbujas se me escapan de entre los dientes, y si hundes un dedo en mi costado tal vez sería como enterrarlo en el barro. Soy inconsistente y mis manos tiemblan contra tus nudillos.
Podríamos contar qué hemos hecho. Qué nos han hecho. De quién es la sangre que nos mancha las mejillas incluso aquí abajo, donde la sal borra todo lo superficial con ternura y lo que perfora con escozor.
No te veo respirar. Mis ojos temen que no vuelvas a abrir los tuyos. El aliento ya se me acaba cuando tú no has exhalado ni una sola vez. Van a explotarme los pulmones; quizás me convierta en todos los pececillos que se esconden en mi ombligo, camuflados en la arena.
Pero siento una mano en el pelo. Y hacia arriba.
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